Colaboraciones

jueves, 17 de noviembre de 2016

Elegía a la valentía

Os voy a confesar un secreto: no me aguanto. En realidad nadie lo hace de verdad. ¿Y qué pasa cuando no te sostienes ni tú mismo? Que te caes. Te caes en el barro, sucio y espeso. Te levantas con más peso que nunca y es más fácil resbalar, así que vuelves a caer. Una y otra y otra vez. Cada vez más barro, más peso, más resbaladizo. Un ciclo sin fin, un bucle infinito.

Si mi cabeza fuera una CPU ya hubiera cerrado el programa y habría buscado una solución al problema. Hubiera concluido, hace ya un tiempo, que no existe tal cosa y hubiera formulado la pregunta más ignorada desde siempre. El usuario habría clickeado en que no quiere enviar un informe del incidente a nadie, y así durante mucho tiempo. Las cosas no parecen que vayan a cambiar. En realidad esto no es una molestia. Es algo ya mecánico: "cerrar programa, buscar problema, no enviar incidente, cerrar programa, buscar problema, no enviar incidente, cerrar programa, buscar probl...".

No puedo evitarlo. No estoy hecha para lamerme mis propias heridas, yo sirvo para curar las brechas del resto. Para levantarme por la mañana, lavarme la cara y hacer que soy fuerte. Sirvo para salir a la calle y demostrar que todo el mundo puede seguir adelante. Mi trabajo consiste en hacer sentir mejor al resto, en tragarme su mierda y aguantar por ellos. Porque todos son débiles menos yo, todos se pueden permitir el lujo de llorar en el suelo. Pero esto es porque no saben que yo estoy rota por dentro de tanto caerme. No saben que tengo el alma más fragmentada que existe. No comprenden que por mí pasa el tiempo, la vida y las emociones. Que no necesito a alguien que entre en mi vida y la descoloque entera para que todo vaya mal, ya lo hago yo sola. Desconocen que por cada vez que les tiendo una mano para levantarse, yo me he comido el suelo veintitrés. No entienden que su vida en realidad no es tan mala, sus problemas se los crea gente externa y ellos en realidad no tienen nada que ver: son víctimas totales.

Yo en cambio soy un veneno para mí misma, voy matándome poco a poco por dentro con el paso del tiempo. Y lo peor de todo es que soy mi propio antídoto también, pero no sé cómo curarme. Sé que depende de mí, pero no sé cómo hacerlo parar. Sé que tengo la solución, sé que soy capaz de hacer que las cosas vayan bien. Sé que puedo conseguir limpiarme de toda la suciedad que he ido almacenando durante todo este tiempo y que soy la única persona capaz de hacerlo. Sé que no me queda otra salida. Sé tantas cosas que tengo miedo. Miedo de caerme de nuevo. Miedo de no poder levantarme más. Miedo de mí misma. Pero en eso consiste ser valiente, ¿no? En, a pesar de los miedos, seguir adelante. Lo que pasa es que mi valentía está apunto de morir, no sé cuánto tiempo más de vida le queda...

lunes, 25 de enero de 2016

El bar azul

Un bar medio vacío con un piano al fondo; solo, silencioso. Una luz tenue de un color... ¿azulado? bañaba la habitación. Fuera llovía. Alguien, un hombre de unos treinta, entró con el abrigo empapado y el pelo chorreando. Se quitó el armazón, pesado por el exceso de agua, y se sentó en la barra mientras pedía un wisky doble. Bajo la luz azulada se podía llegar a ver su barba de más de cinco días descuidada, que no concordaba muy bien con el traje negro que llevaba puesto. Se aflojó la corbata, negra también, apoyó los codos en la madera y se sujetó la cabeza con las manos sin apartar la vista del vaso que el camarero acababa de servirle. Tras pensárselo durante tres largos segundos cogió el cristal y le dio un sorbo. Respiró. Otro. Otro más hasta el final y pidió otra ronda. La escena parecía repetirse.

La puerta volvió a abrirse. Esta vez era una mujer y, por el aspecto de su paraguas, no parecía que hubiera dejado de llover. Sacudió el artilugio para que las gotas de agua se desprendiesen totalmente de la tela y se dirigió hacia una de las muchas mesas libres que quedaban. Se quitó la capucha (sí, llevaba capucha y paraguas, el peinado recién salido de la peluquería merecía tanta precaución) y dejó ver su tez morena, delicada, en perfecta sintonía con unos ojos negros, fuertes y una melena rizada muy oscura. Cuando consiguió sentarse ya tenía al barman encima, preguntándole qué deseaba tomar. Contestó con una sonrisa forzada que un café; total, las siete de la tarde era una hora demasiado temprana como para comenzar a beber.

Ya no parecía quedar nadie más por llegar, la ocasión tampoco lo requería. Le di un último trago a mi cerveza y me levanté de mi asiento sombrío en la esquina más alejada de la puerta (aunque la estancia no era muy grande y, por tanto, tampoco estaba lejos). Respiré hondo como otras tantas veces antes y me acerqué al gran instrumento solitario. La luz azul incidía en el negro lacrado de la madera de forma que se reflejaba de una manera un tanto diferente: oscura y siniestra a la par que cautivante. Estaba claro que aquel piano brillaba con luz propia. Abrí la tapa con sumo cuidado y quité el protector anti-polvo, esa tela roja que cubre todo el teclado. Cuando hubo estado todo colocado me senté en la banqueta. No había llamado la atención de nadie en el bar. El hombre de la barra se mantenía cabizbajo y la mujer morena enfrascada en la pantalla de su smartphone. Así que empecé a tocar la canción que debía sonar en aquel momento.

No sé en qué instante concreto sucedió pero cuando terminé de tocar tenía clavados en mí unos ojos negros y llenos de dudas, y otros cansados y llenos de miedo que se cerraron cuando su portador echó la cabeza hacia atrás para matar el último trago de wisky que quedaba en su vaso. Habían reconocido la canción y se preguntaban cómo podía yo sabérmela. No se habían percatado de que la verdadera pregunta en aquel momento era por qué había alguien más en aquel bar azulado, a parte del pianista, que sabía de la existencia de La canción prohibida.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Libre interpretación

Siempre he soñado con escribir poesía. Rimar los versos uno detrás de otro, conseguir el ritmo, llenar de sentimiento una página con tan solo un puñado de palabras que tengan un significado distinto para cada persona. Pero, como ser humano que soy, he de admitir que no se me da bien. Puedo rimar dos versos seguidos, incluso cuatro si me pongo. Conseguiría crear una estrofa sin demasiada dificultad e incluso concatenar varias con un poco de esfuerzo. Se me da bien el tema de las metáforas y significados ocultos a plena vista y no me llevaría mucho tiempo pintar con colores los sonidos de cada palabra. Aún así hay algo que falla, algo que falta. No se puede ser poeta solo con escribir versos bonitos y estrofas espeluznantes, igual que no se puede ser político hablando de mejorar el país. Falta sentimiento, vocación.

Resultará extraño, pero me es mucho más sencillo y natural volcar mi alma hablando en prosa que haciéndolo en verso; y no hablemos de ponerle movimiento, musicalidad. Eso es un don: saber hacer que todo encaje, rima, ritmo, corazón. Conseguir que la gente necesite leer tus escritos una segunda, tercera, incluso veinteava vez para intentar entender qué intentas decir es maravilloso. Ser capaz de que la gente se pare un momento y piense qué significa todo el conjunto de tus palabras en general, y cada una de ellas en particular, es increíble. Que para cada uno signifique una cosa dependiendo de la situación en que se lea es grandioso. Solo el lenguaje del alma es capaz de llevar a cabo todo lo que implica escribir poesía.


Yo no sé hacer todo eso, ni loca. Puedo conseguir la rima, el ritmo y el corazón, pero no hacer que funcione todo junto tal y como me gustaría a mí. Admiro de verdad a los grandes poetas de la historia y la actualidad, y a los pequeños que no obtienen tanto reconocimiento. Admiro a los cantautores, a los grandes letristas y a los raperos que pertenecen a lo más profundo de la calle. Admiro, en general, a todo aquel que sepa hacer arte con las palabras, arte de verdad. A aquellas personas que con un solo verso, una sola rima, una sola estrofa sepan llegar al alma del resto. Admiro a todo poeta que, sin quererlo, me haga llorar. A todo aquel que sepa emocionar.

martes, 25 de agosto de 2015

Miedos

Cuando era pequeña tenía miedo de la oscuridad porque no sabía qué iba a pasar. No contaba con mi sentido principal, la vista, para percibir qué es lo que ocurría a mi alrededor. La única ocasión en el día en la que me quedaba a oscuras era la hora de dormir. Siempre hacía que mis padres me dejaran la puerta abierta con la luz del pasillo encendida. Aún así la luz era tenue y me acostaba entre las sábanas, bien arropadita, fuera invierno o verano, convenciéndome de que así estaría segura. 


Cuando era pequeña tenía miedo de los monstruos de los cuentos, porque eran criaturas malvadas y siniestras que no llegaba a comprender. En especial me aterrorizaba  Maléfica, la bruja de la Bella Durmiente. Creía que cualquier noche entraría en mi habitación, me haría dormir hasta el fin de los días y nunca más volvería a despertarme. Por eso estuve una semana durmiendo en la cama con mis padres (o al menos intentándolo), convenciéndome de que así estaría segura.



Cuando era pequeña tenía miedo de los Reyes Magos, eran tres señores desconocidos que viajaban en camellos, animales desconocidos, y que se colaban en mi casa para darme regalos. No me fiaba de las buenas intenciones de los tres entrañables señores que se dedicaban  a hacer el bien por el mundo. Por aquel motivo, pedía a mis padres que les dijeran (todos sabemos que los padres hablan con los Reyes Magos) que dejaran los regalos fuera de casa, convenciéndome de que así estaría segura.



Ahora que soy mayor me doy cuenta de lo que extraño mi infancia. Me refugio en la oscuridad cuando tengo miedo de aquellas personas que quiero que sean un monstruo de cuento más. Desearía cerrar los ojos, que todo fuera un pesadilla y despertarme de nuevo en la cama de mis padres. Me gustaría poder creer, aunque solo fuera una última vez, en que los Reyes Magos me dejarán un regalo a la puerta de casa un año más, convenciéndome de que así estaré segura.

lunes, 20 de abril de 2015

Lo más bonito del mundo

Tenía algo especial en la mirada desde la primera vez que Jack la vio. En ese instante supo que ella iba a ser alguien especial, alguien que cambiaría su vida como nunca antes lo había hecho nadie. Miró a su mujer, tumbada en la cama, claramente cansada, pero rebosando felicidad por cada uno de los poros de su piel, y pensó que nunca la había visto así de tranquila. La verdad era que Catelyn, el amor de su vida, era una mujer nerviosa por naturaleza, inquieta, casi diría que hiperactiva. No recordaba haberla visto parada más de cinco minutos seguidos si no estaba durmiendo. No recordaba ni una sola ocasión en la que hubiera estado relajada totalmente sin nada que le rondara la cabeza. Pero precisamente eso era lo que más le gustaba de ella. Le gustaba la fuerza para hacer todo lo que tenía que hacer. Le gustaba que no se rindiese nunca y que siempre se preocupase por que todo fuese bien. 

Pero en aquella ocasión estaba totalmente tranquila y feliz, con la cabeza despejada. Jack volvió a mirar a la diminuta criatura que tenía entre sus brazos. La admiró, ya desde ese primer momento, por lograr la ansiada tranquilidad que su querida esposa necesitaba en la vida. Pensó que era preciosa y que tenía los ojos oscuros, casi mágicos, de su madre. Se le ocurrió que también se parecía un poco a él: la nariz chata, la boca pequeña. Le pareció la cosa más bonita del mundo y no quiso olvidarlo nunca. 

domingo, 8 de marzo de 2015

Te echo de menos.

Te echo de menos. Mucho, más de lo que puedas llegar a imaginar. Piensa en el número más grande del universo y todavía será más. Te echo tanto de menos que me he llegado a plantear el dejar a mi orgullo apartado un rato por ti: hablar yo primero, dar la cara, olvidar... Te echo tantísimo de menos que ya no puedo más.


Te echo de menos. Pero no en el sentido más superficial de la expresión. Echo de menos reírme contigo, hablar de cosas sin sentido, saber que estás ahí. Te echo tanto de menos que me prohíbo pensar en ello porque llega a doler. Te echo tantísimo de menos que no puedo evitar el dolor.



Te echo de menos. Sin que me dé cuenta, una vez más desapareces entre las sombras. Solíamos pasar horas juntos, ¿qué ha cambiado? Te echo tanto de menos que desearía poder verte en cualquier momento y correr a abrazarte como solía hacer antes. Te echo tantísimo de menos que a veces me olvido de que ya no estás.

domingo, 22 de febrero de 2015

¿Eres feliz? Justifica tu respuesta.


Siempre he creído que con el paso del tiempo todo se iría aclarando poco a poco y la gente empezaría a darse cuenta de las cosas realmente importantes. Me equivocaba. El otro día me percaté de que vivo en una sociedad realmente frívola, pasiva e insuficiente ante las necesidades del mundo, a la que solo le importa quedar bien y conseguir la aprobación social. Me encontraba rodeada de gente con las mismas preocupaciones de hace cuatro años mientras que las mías habían cambiado, habían evolucionado (a mejor). ¿Era yo la rara? ¿Soy yo la que va al contrario que el mundo? La verdad es que no lo sé, pero si es así: vaya mundo (de mierda) en el que vivimos.

He de admitir que en ocasiones yo también puedo resultar superficial e incluso consternada por lo que piense la gente sobre mí, pero no toda mi vida gira en torno a ello. Aunque no lo comparta tanto, me preocupa mi futuro: de qué voy a trabajar, dónde voy a vivir; me inquieta la política de mi país, y me intereso por el medio ambiente. Con esto quiero decir que no todo lo que hago es en base a cómo me ven los demás, sino que es por mí, porque me gusta y me parece lo mejor para mi propia vida. Creo que puedo decir que tengo la suficiente confianza en mí misma y en lo que hago como para no esconderme, pero estoy bastante sola en esto. La gente que me rodea solo quiere salir, hacerse fotos para que el resto del mundo las vea en Instagram e intentar encajar de esta manera. Les preocupa más que su vida sea válida para todos antes que para ellos mismos, ¿merece la pena? Personalmente, pienso que creer que en tu vida hay algo que importe más que tú mismo es muy triste. Y nadie quiere estar triste, ¿quién es el tonto que no quiere ser feliz? 

Desde el principio de los tiempos el hombre ha vivido en busca de la felicidad absoluta: es el fin último. Todas nuestras decisiones, todas nuestras acciones, incluso todos nuestros sueños están encaminados hacia nuestra propia felicidad. Pero lo que me hace feliz a mí es distinto de lo que le hace feliz a mi hermana y mucho más diferente de lo que te hace feliz a ti. Por este motivo hay gente con inquietudes tan distintas y con ambiciones tan dispares: cada uno desea aquello que le hace feliz y es imposible contentar a todo el mundo. Así que perdonadme si dudo que la aceptación social da la felicidad, porque no lo hace a pesar de que nos hagan creer lo contrario. Por mucha gente que te desprecie porque los convencionalismos sociales han decidido que no puedes ser así, no significa que lleven razón. Que todo el mundo haga algo, no significa que tengas que hacerlo. Busca la felicidad sin depender de nadie más que de ti porque al final del día eres lo único que cuenta en tu vida.